Charlie Chaplin y el boxeo «Luces de la ciudad»
El del boxeo con el cine es un viejo romance. Ya en 1932, en la quinta edición de los Oscar, una historia de boxeo se coló entre las candidatas a Mejor Película. “El campeón”, un taquillazo de la Metro Goldwyn Mayer dirigido por King Vidor, que se convirtió en el primer filme sobre deportes nominado al galardón.
La cinta resume a la perfección el canon de película de boxeo “made in Hollywood” que se mantiene vigente: una historia de superación personal (un ex campeón de los pesos pesados dado a la bebida que decide volver al “ring”), en un contexto de desencanto (la crisis americana de los años 30), y un tándem de actores de moda: Wallace Beery y la estrella infantil Jackie Cooper. Un dramón al gusto del público de la época, con mensaje moral a lo Frank Capra.
“Luces de la ciudad”, escrita, dirigida, producida, protagonizada y musicalizada por Charlie Chaplin. No estuvo en los Oscar. Con el sonoro ya establecido en 1929, Chaplin asumió que su película, muda, parecería pasada de moda. Para la Academia lo estaba. Para los cinéfilos, ocho décadas después, aún no.
En la famosa escena de boxeo, de algo más de cinco minutos, Charlot sufre en sus flacas carnes el lado menos épico de los “rings”. El boxeador hambriento, callejero y desharrapado que pelea para ganarse la vida. No es la ilusión de su vida, solo una forma de hacer dinero rápido. Chaplin desmontó el tópico hollywoodiense de la sangre, el sudor y las lágrimas cuando aún se estaba fraguando. Charlot es un anti Rocky que no aguanta ni el peso de la toalla sobre los hombros.
El director construye la escena a base de “gags” visuales coreografiados al milímetro. Charlot salta al “ring” con sus andares con los pies abiertos, se esconde detrás del árbitro para evitar los puñetazos de su rival, se abraza a él para inmoviizarle, le tira golpes bajos, toca la campana para intentar terminar el asalto antes de tiempo… Y la danza se anarquiza, su rival pega al árbitro, Charlot se abraza a uno de los palos del cuadrilátero, la campana se le engancha en el cuello y no deja de sonar… Y finalmente, Charlot pierde el combate y el ambiente pasa de hilarante a melancólico en medio segundo.
A Chaplin, la exaltación del deporte y las odas al ganador no le interesan. Cero dramones. Lo pintaba todo con esa mezcla de humor y melancolía tan suya. Un humor que surge de la mirada “naif” sobre el mundo. Los ojos de un niño, que no ven en él más que un gran campo de juegos. Con esa mentalidad y utilizando apenas tres elementos (el árbitro, el rival y la campana), a Chaplin le basta para desatar toda la comicidad de su Charlot.
En plena Gran Depresión, con un país inmerso en el desancanto y un público necesitado de héroes virtuosos como el Wallace Beery de “El campeón”, Chaplin tomó el camino contrario. Popularizó la figura del pícaro callejero con corazón de oro. Ese Charlot que, en inglés, se llamaba simplemente “The tramp” (“el vagabundo”). Lanzado a una odisea urbana en la que el boxeo es una forma de ganar dinero rápido como cualquier otra. Sin heroísmos, sin tomarse la vida demasiado en serio.
Un mito del siglo XX que es a Rocky lo que fue Don Quijote a Tirante el Blanco.
Por: MIGUEL MUÑOZ Twitter: @beatMiguel Publicado por: http://www.abc.es/ 20/07/2012